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“DE LA BATALLA DE MAIPO”

Aspectos tomados de la obra «O’Higgins», de Jaime Eyzaguirre

 

Hasta el lecho de O’Higgins en San Fernando, ha llegado una comunicación de don Miguel Zañartu que reclama su presencia en la capital como único medio de evitar que el desconcierto provocado en los ánimos por la noticia de Cancha Rayada derive hacia un estado de desorden y anarquía. En realidad está muy lejos el Director de hallarse en condiciones de emprender un viaje presuroso, pues la fiebre y la pérdida de sangre lo tienen en extremo debilitado. El cirujano militar don Juan Green le recomienda un reposo absoluto, pero, ¿es ahora momento de tomarlo, cuando la patria se halla expuesta a la perdición ? Es indudable que entre quedarse en cama para sufrir inmóvil las mil angustias que ya le atormentan por la suerte de Chile, o sobrellevar el malestar físico y acudir sin demora al llamado de Zañartu, despejando así las inquietudes que le ha provocado su mensaje, es preferible lo último. Y a pesar de las protestas del médico, en la tarde del día 22 monta a caballo y al amanecer del siguiente día llega a Rancagua. Aquí le alcanza el nervioso don Miguel, que en su carruaje ha hecho un viaje veloz para informarle del movimiento de opinión favorable a Rodríguez que se ha producido en la capital y de la inclusión de éste en el gobierno. Ya se trata de algo demasiado grave para perder un momento, y O’Higgins sigue sin demora a Santiago, en compañía de su ministro, llegando a la ciudad en las primeras horas del 24 de marzo.

Está decidido a ahogar el germen de la menor indisciplina y cerrar las puertas a todo intento de Rodríguez y sus parciales de adueñarse del poder. Y apenas llegado, ordena al coronel Cruz que convoque a palacio a las corporaciones para reasumir ante ellas el mando supremo del país.

A mediodía los principales dignatarios ocupan la sala del despacho directorial. Un silencio respetuoso dominaba el ambiente. Lo producía la presencia de O’Higgins, a quien muchos habían dado por muerto y que ahora estaba allí a la vista de todos con el brazo herido e inmovilizado por las vendas y el rostro abatido por la fiebre. Habló de manera sencilla, aunque firme, e hizo una relación de toda la aventura corrida por el ejército de la patria, sin ocultar la magnitud del descalabro, pero a la vez sin abatir la esperanza. En él no podía ésta desaparecer y se empeñaba en comunicarla a los demás. «Abrigo —dijo— la profunda convicción de que hemos de salir victoriosos de la próxima batalla si vosotros me ayudáis con vuestros esfuerzos individuales. No pienso exigiros dinero para esto; no pediré nada hasta que nuestra conducta en la batalla que va a decidir de vuestra suerte y de la de vuestros hijos os manifieste que hemos cumplido con nuestro deber. Quiero sólo que me ayudéis con vuestros esfuerzos personales y con vuestro entusiasmo». La concurrencia, enteramente ganada, respondió con una sola aclamación.

Un nuevo esfuerzo a la esperanza que iba en camino de recobración, significó al día siguiente la presencia del generalísimo San Martín. Cuando éste, después de una prolongada conferencia con O’Higgins, apareció en la plaza, la multitud le rodeó y le forzó a hablar, lo que hizo con palabras vigorosas que se comunicaron vivamente a todos los ánimos. «La patria existe y triunfará, y yo empeño mi palabra de honor de dar en breve un día de gloria a la América del Sur», concluyó en medio del universal vocerío. ¡»Mi general, un abrazo!», grita un roto, y San Martín, sin titubear, estrecha al hijo del pueblo entre atronadores aplausos. El desconcierto y el pesimismo de los días anteriores han desaparecido por completo.

Algunas horas después se celebraba una junta de guerra presidida por el generalísimo y el Director Supremo, para acordar la forma de continuar la campaña. Se habló por unos de abandonar Santiago y replegarse al Norte, y por otros de defender la capital. San Martín, que ya tenía su plan, se limitó a hacer venir al fraile artillero don Luis Beltrán y preguntarle: «¿Cómo estamos de municiones?» «¡Hasta los techos!», contestó con más efusión que verdad el aludido. Si se tenía con qué resistir no había motivos para huir de la ciudad. A sus puertas, en el llano de Maipo, se aguardaría a Osorio para darle el golpe de gracia. No estaba extinguido el recuerdo de Cancha Rayada y su desastre, y ya la pericia de los jefes había logrado reconstituir casi en su antigua fuerza el ejército da la patria. Los primeros días del mes de abril van sucediéndose en medio de actividad inusitada. Las noticias periódicas del avance hacia Santiago de las fuerzas enemigas duplica los nerviosos preparativos para el encuentro de sangre que decidirá la suerte de la patria. Y el Director Supremo, que no cuida de la fiebre causada por su herida, se mueve a caballo en todas direcciones y repetidas veces va al campamento de Maipo a entrevistarse con el generalísimo. Este todo lo ve y calcula con minuciosidad, sin que detalle alguno se escape a su cerebro ordenado y previsor hasta hacer caber el gracejo en medio de las más serias preocupaciones. «Usted compañero —decía a O’Higgins con socarronería—, como hijo de virrey la escapará bien, pero lo que es yo, voy a parar a Ceuta… »

La población respondía con empeño el llamado de sus jefes y en esos momentos de enorme tensión cada uno parecía sentir sobre sí el peso de la responsabilidad total. Y si se colmaron las iniciativas en el orden humano, las súplicas religiosas, que nunca habían estado ausentes, parecieron ahora duplicarse. Hacía menos de un mes, el pueblo de Santiago, al saber la proximidad de la expedición de Osorio, acudió con todas las autoridades a la Catedral a testimoniar su confianza en la intercesión de la Virgen del Carmen y juró construir un templo a su memoria en el lugar donde las armas afirmasen para siempre la libertad de Chile. Ahora que parecía llegar el momento, la promesa iba repitiéndose de labio en labio, como una cadena que a todos unía en la esperanza común.

La noche del día 4 se introdujo con una noticia que aumentó la tensión general. El comandante de ingenieros don Alberto Bacler d’Albe llegó muy presuroso hasta el Director Supremo, desde el campamento de Maipo a comunicar que una división realista se acercaba a Santiago por el poniente y que había peligro de que se introdujera sorpresivamente a la ciudad, ya que no sería posible oponerle por tal lado resistencia. Si esto ocurría era de temer que el mismo O’Higgins cayera en manos de Osorio, y por eso Bacler d’Albe le instaba a abandonar de inmediato la capital y retirarse a lugar seguro junto a San Martín. Pero el Director, cuya invalidez le impedía tomar una ingerencia directa en la inminente batalla, estaba resuelto, en todo caso, a defender Santiago con sus pocos milicianos, y contestó con una forma negativa: «Debo quedar aquí. Si el enemigo ataca, me hallará en mi puesto». Y de inmediato ordenó al coronel Don Joaquín Prieto practicar un reconocimiento por el flanco amagado y mantener durante toda la noche una particular vigilancia.

Apenas unas pocas horas de reposo tomó O’Higgins y ya muy de madrugada envió un propio al generalísimo para conocer el lugar y momento en que esperaba dar la batalla. La repuesta de San Martín fue escueta y precisa, como del que todo lo tiene previsto: «En la casa Lo Espejo, a mediodía». Quedaba aún tiempo para impartir las últimas órdenes encaminadas a asegurar la mejor defensa de la ciudad. Y el Director, que tenía en el patio del palacio su caballo encillado desde la noche, montó en él y fue a pasar revista a los milicianos acuartelados.

Ese 5 de abril la naturaleza estaba pródiga de atractivos. El azul del cielo no se hallaba empañado por una nube y la brisa matinal acariciaba los rostros, trayendo de los huertos el suave perfume de los naranjos en flor. Había en toda la riente decoración un presagio favorable para el drama que estaba a punto de desarrollarse. Y la presencia de O’Higgins, siempre enfermo, pero también siempre resuelto, completaba la esperanza. Ahora iba a la cabeza de unos mil milicianos de caballería por la antigua calle del Rey. Su rostro desencajado por las largas vigilias y la fiebre prolongada y su brazo inmovilizado por las vendas eran el testimonio de una fe sin quebranto. Frente al hombre-símbolo muchos no supieron si gritar de entusiasmo o callar de respeto.

El sol estaba en el cénit. De la lejanía vino el eco de un cañonazo. Era la hora de San Martín. Los caballos aceleraron la marcha, como si la de los jinetes les hubiese comunicado un nuevo impulso. Atravesaron la calle de Santa Rosa para seguir en un galope sin descanso hasta el campo de batalla.

Desde unas lomas, ocupadas antes por el ejército libertador, pudo contemplar O’Higgins todo el espectáculo. Las tropas de la patria, con un ímpetu incontenible, habían arrollado al adversario que ahora se replegaba con precipitación a las casas de la hacienda de Lo Espejo. Llegaban en el momento culminante y decisivo de una lucha de años y su corazón latía con incontenible emoción. Quizás en ese instante sintió como nunca el lastre de su brazo roto. A una distancia fácil de cubrir flameaba la bandera de Chile, indicando el sitio del Estado Mayor. Rápido galopó hasta allá. Quería llevar la voz de gratitud de la tierra al hombre que había consolidado su libertad. Y al llegar junto a San Martín, le estrechó con su brazo izquierdo, mientras sus labios se abrían con una salutación: «¡Gloria al salvador de Chile!» El vencedor, conmovido, tuvo la digna repuesta: «General, Chile no olvidará jamás el nombre del ilustre inválido que el día de hoy se presentó al campo de batalla en ese estado».

La población de Santiago había seguido con inmensa ansiedad el curso de la batalla y cada noticia iba prendiendo más alborozo en los ánimos. Las calles, desbordantes de alegría vocinglera, presentaban una extraordinaria animación y los cohetes voladores, con sus luces y estrépitos, festejaban el triunfo aplastante alcanzado por las armas de la patria.

San Martín y O’Higgins, después del abrazo memorable, habían seguido en persecución del enemigo hasta las casas de Lo Espejo, rubricando así los últimos detalles de la victoria. El número de prisioneros realistas era enorme, y entre ellos, oficiales de alta graduación, como los coroneles Primo de Rivera, Beza y Morgado. Aun entrada la noche, encontrándose ya el Director de regreso en palacio, el mayor don Francisco Javier Molina llegó hasta él a presentarle otro grupo de trescientos capturados. Tan solo Osorio, con los últimos restos de su ejército, había logrado escapar de la. batida y ponerse a tiempo a salvo.

En esos días, el gobierno había dispuesto diversas festividades conmemorativas del triunfo de Maipo y la ciudad tuvo un compás de espera en las inquietudes políticas. Un solemne Tedeum en la Iglesia Catedral, presidido por el Director Supremo y altos dignatarios del Estado, una revista militar que arrebató de entusiasmo al pueblo, y un banquete en que alternaban los pavos y chanchos con los helados de bocado y los celebrados dulces en almíbar de la Dolores Vicuña, fueron los números más brillantes del programa. Y el día 7 de mayo, O’Higgins firmaba un decreto que le hacía solidario del pensamiento general: «La inmaculada Reina de los Angeles en su advocación de Nuestra Señora del Carmen, fue jurada patrona de las armas de Chile, primero por el voto general de este pueblo por haber experimentado su protección en el restablecimiento del Estado…, y después el 14 de marzo último, por el acto solemne en que concurrieron las corporaciones y un universo pueblo en la Santa Catedral, al objeto de ratificar, como ratificaron expresamente aquel juramento, ofreciendo erigirle un templo en el lugar donde se diese la batalla a que nos provocó el general enemigo Osorio. No debe tardarse un momento —agregaba el Director— el cumplimiento de esta sagrada promesa; ya sabemos que otros países de menos historia que nosotros, han cumplido sus deberes de reconocimiento a sus héroes en la misma forma en que ellos se sacrificaron por sus patrias: generosamente.»

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