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JURA DE LA VIRGEN DEL CARMEN COMO PATRONA DEL EJÉRCITO LIBERTADOR – MENDOZA, 5 DE ENERO DE 1817

EMOTIVO RELATO DE ESTE MEMORABLE Y TRASCENDENTE ACONTECIMIENTO, QUE MARCA EL INICIO DE LA OBTENCIÓN DEFINITIVA DE LA LIBERTAD DE CHILE, NARRADA POR EL CAPELLÁN JULIO TADEO RAMÍREZ O., TOMADA DE SU LIBRO “LA VIRGEN DEL CARMEN Y CHILE”.

ANTECEDENTES.

Las tropas chilenas habían cruzado la cordillera después de la derrota de Rancagua y estaban en Mendoza, la capital de la provincia de Cuyo.

Las penalidades de ese cruento viaje estaban pintadas en los rostros de los soldados, de las familias, mujeres y niños, y de los mismos jefes del ejército.

O’Higgins, sin embargo, no estaba tan abatido, como su gente, guardaba una fe grande en la Patria, en la fortaleza de sus hombres, en el auxilio que esteraba de la nación hermana y en la justicia de Dios y protección eficaz de su Madre del Cielo, que no podía permitir el hundimiento de un pueblo, que solo anhelaba la libertad.

El gobernador de Cuyo les abrió las puertas, no solo como amigo y camarada, sino como un hermano, con esa viril sinceridad con que siempre manifestaba sus sentimientos.

Para San Martín, O’Higgins, era un héroe que sufría una prueba terrible, y por eso lo consideraba como un hermano infortunado.

Le tendió los brazos ofreciéndole todo el auxilio de que podía disponer y, como la gente mendocina es generosa y de una magnanimidad proverbial, les franqueó a los desterrados sus hogares, sus arcas y su mismo corazón.

Entre ellos estaba la madre del general chileno, doña Isabel Riquelme y la hermana Rosa.

Al punto se organizó la defensa y comenzaron los preparativos para levantar por todos los medios un nuevo ejército que pudiera cruzar de nuevo la cordillera y libertar a la Patria, aherrojada por la Reconquista.

Dos años demoraron en organizar el nuevo ejército, de octubre del año 1814 hasta el comienzo del año 1817.

La ciudad de Mendoza, que en esos tiempos era una gran aldea de aire colonial, con sus casas chatas y sus polvorientos caminos y antiguas callejas y la plaza muy grande, con el templo de San Francisco, , que lucía esbelta torre cuadrangular, estaba agitada con tanto movimiento y el bullir de soldados y de caballerías y de mulas que le daba la impresión de un campamento.

Sin embargo, el campamento real estaba a seis kilómetros, el de “Plumerillo”, que era un extenso campo con potreros y arboledas y algunos viñedos lozanos.

Allí se trabajaba intensamente en adiestrar a los bisoños guerreros de la Patria, y a los huasitos chilenos, y a los encogidos cuyanos, para convertirlos en soldados disciplinados, ágiles, fuertes, hábiles para las empresas que les aguardaban detrás de los Andes.

Desde el amanecer, con los clarines y las diucas se alzaban del campamento y comenzaban los ejercicios de todo género, evoluciones, marchas, manejos, saltos, equitación,  trepar cuestas.

Breve descanso del rancho, una siestecita de una larga media hora y, luego, continuar el trabajo desbastando a esa gente, que solo tenía a su favor ansias de cruzar los Andes y realizar proezas por la Patria.

En las tardes, tal como en la Patria, se rezaba el rosario y los capellanes militares tenían una bella labor espiritual: fortificar el patriotismo, sembrar la idea de una fuerte disciplina, moralizar, levantar la mente a la idea divina, que es el mejor tónico para nutrir el alma y acerarla para la guerra.

Los domingos se celebraba una misa en el campamento y asistía toda la gente, menos la guardia,  desde el general en jefe hasta los cornetas.

La banda tocaba retretas apropiadas, largos trozos melódicos de maestros románticos que tenían la virtud de conmover al recogido auditorio, y a los chilenos desterrados, evocarles el lejano hogar.

El capellán les explicaba el Evangelio acomodándolo a las circunstancias y mostrando cómo el patriotismo es virtud cristiana, sublimada por Jesucristo hasta la cumbre, y que posee una fuerza incomparable para purificar y enaltecer al hombre y realizar la caridad cristiana, el amor a los semejantes.

En diciembre del año 1816 puede decirse que ya las tropas estaban listas: los soldados habían dejado el encogimiento y la cortedad del recluta y, seguros de sí mismos, daban la impresión de veteranos, ya fogueados en los combates.

El admirable organizador San Martín, hasta de las rocas había sacado armas, cañones y vituallas; el ejército de los Andes (el nombre que había recibido) con sus jefes a la cabeza y la artillería reluciente y los piafadores corceles, marcaban el paso impaciente aguardando la voz de la corneta para lanzarse a trepar la montaña andina.

Había hecho creer al enemigo que pasaría los Andes por diversas partes, con falsas noticias y amagos: así logró dividir las fuerzas contrarias. Pero el núcleo principal atravesaría por el paso de los Patos, frente a Los Andes, en la provincia de Aconcagua, así atacarían a la defensa de la capital.

LA VIRGEN DEL CARMEN PROTECTORA.

Estaban las armas listas, los cañones en sus carros de hierro, la pólvora, los fusiles, y piafaban los corceles de guerra, uncidos a los carros… ¿nada faltaba para lanzarse a la terrible y trascendental aventura?

Faltaba lo principal: el guía, el sostén, el ser misterioso que le diera la fuerza sobrenatural para mantener en pie esa formidable máquina de guerra, y así vencer obstáculos al parecer humanamente insalvables… estaba latiendo el cuerpo, faltaba el espíritu que lo animara.

San Martín, con ojo certero de conductor de soldados, ojo de estadista, de varón prudente, le iba a dar lo que faltaba para que todo estuviera a punto.

Hubo un consejo de oficiales al finalizar diciembre y cada cual expuso su opinión para elegir un protector que uniera las voluntades y pudiera irradiar la confianza y el amor.

La Patria era la divinidad de la tierra y movía los corazones de los soldados, pero se necesitaba la divinidad del cielo, la Virgen bajo alguna advocación popular que uniera a los soldados de ambos pueblos.

Ciertamente cada oficial chileno daría el nombre de la Virgen del Carmen, que ya se sentía palpitar en todos los hogares y estaba en todos los labios. Los oficiales de Mendoza la confirmarían, porque su imagen bendita era venerada en el templo más querido de la ciudad, en San Francisco, el preferido del mismo generalísimo.

La opinión de O’Higgins sería el golpe de gracia. El ardiente patriota la amaba desde la niñez lejana en el colegio del padre Ramírez, en San Francisco de Chillán.

Ya el soldado del ejército tenía madre, ¡y qué madre!, la Virgen del cielo, la que tiene un título como de vergel florecido, “Carmen” es jardín, la madre compasiva que da a su Hijito, sonriendo para que ampare y entrega su vestidura como una insignia, el Escapulario.

La noticia corrió por todas las filas y hubo general alborozo y pronto el pueblo entero de Mendoza y religiosos y civiles, se aprestaron para la ceremonia grandiosa que proyectaba el Jefe al comenzar el mes de enero de 1817, en vísperas de partir.

PREÁMBULOS.

El capitán general San Martín, envía una invitación protocolar el día primero de enero a las autoridades, comenzando por el nuevo gobernador interino don Toribio de Luzuriaga.

Son invitados de honor la Municipalidad ilustres, las corporaciones, los prelados, los jefes militares y políticos, todos los altos personajes que allí lucen sus títulos y sus cargos.

El jefe militar, que es el protagonista y que ha ideado el programa, es el dueño de casa y por tanto los términos de la invitación son apremiantes.

El gobernador interino don Toribio la recibe, la hace suya y también invita al Cabildo, a la Justicia, a los regidores y dice la hora en que va a comenzar –a las cinco de la mañana-, y pide y exige que desde la noche anterior del 5 de enero se iluminen los edificios públicos y privados, comenzando por la casa consistorial, y añade como un detalle de interés: “el día de la celebridad deben adornarse esas casas de colgaduras para hacerlas más suntuosas”.

Por último, el mismo don Toribio de Luzuriaga, añadiendo a su nombre ilustre sus títulos de coronel mayor de los ejércitos de la Patria y gobernador e intendente de Cuyo, publica un “bando” como antaño lo hacía el virrey y que se lee en la plaza de armas y en las calles principales, para encarecer la importancia de la fiesta, como un bando real.

Con ese estilo grandilocuente de la época, dice en una parte: “Si desde los primeros momentos de nuestra feliz transformación, se elevó la provincia de Cuyo al mayor colmo de la gloria, su inalterable firmeza en confirmar los principios de unidad y la suma de los inmensos sacrificios…

“Está marcado el día cinco para la augusta y sagrada ceremonia de la Jura de la Patrona del Ejército y bendición de la bandera bajo cuyos auspicios va a emprender su lucha contra los victimarios del Reino de Chile…

“La magnanimidad y pompa que corresponda a la dignidad de un objeto tan santo…

“Cooperemos a recibirla entre exclamaciones de júbilo con todo el brillo y esplendor que ocupa en la esfera de nuestros deseos”.

“Fecha, 3 de enero de 1817”.

LA MAGNA CEREMONIA.

Si hay alguna ceremonia religiosa-patriótica que merezca este título de “magna”, es esta: la jura de sumisión a la Virgen del Carmen y la bendición de la primera bandera nacional argentina.

Desde la mañana, las calles, henchidas de gente; tropas que marchan, el campamento que entero se moviliza, hervidero humano.

¡Día cinco de enero de 1817, día de primavera!

La plaza principal de Mendoza será el sitio elegido: los frontis de los edificios están ornados de banderas y colgaduras como lo ha pedido el gobernador intendente.

Cerca de la puerta lateral de la iglesia matriz se ha levantado sobre un tabladillo el altar decorado con trofeos y armas.

Por la ancha avenida que desemboca en la plaza, por la Cañada, avanzan lentamente las tropas precedidas de los sones vibrantes de los clarines. A la cabeza, el general San Martín, luego, el general O’Higgins, los ayudantes, el estado mayor, Soler, Gregorio Las Heras, Necochea, Freire, el capitán de artillería y fraile franciscano Luis Beltrán. El pueblo lo aclama saludándolos por sus nombres; los conoce a todos y está orgulloso de la empresa que los impele a la cumbre y de esa gallardía que celebra y aplaude el pueblo niño.

Lucen uniforme azul oscuro, gran morrión, escarapela y los vivos, rojo color sangre y azul del cielo.

Pasan bajo los arcos de guirnaldas que han erigido las corporaciones y el cabildo y las comunidades religiosas: hay una armonía perfecta de pensamiento y de admiración en esa muchedumbre que grita y vitorea.

Al llegar al templo de San Francisco la columna se detiene para dejar pasar la procesión sagrada que lleva en andas a la Virgen del Carmen, la reina de la fiesta.

El clero secular y regular va adelante, religiosos con blancos sobrepellices, otros, revestidos, y los personajes católicos de las cofradías, entre todas la del Carmen, que ostenta el primer lugar.

Como un emblema singular llevan la bandera que será bendecida. Es azul celeste, de rica seda, y bordada y cosida por las damas mendocinas y como la primera de ellas, la joven chilena Dolorcita Prat de Huici.

Todos los de la comitiva, precedidos por la escolta de los Granaderos, entran al templo, apretado de gente.

Terminada tercia y sexta y antes de empezar la misa solemne, se levanta de su trono el general San Martín, , acompañado de dos edecanes, toma el asta con la bandera y la presenta al celebrante, quien la bendice con las palabras del ritual; bendice también la insignia de mando del jefe, que es un bastón riquísimo de marfil con la empuñadura preciosa, un gran topacio. En ese instante, a una voz de mando, resuenan los veintiún cañonazos de una salva de artillería.

La flamante bandera es atada al asta y colocada en su sitial.

El capellán general castrense, doctor Lorenzo Güiraldes, sube al púlpito y pronuncia una bella y vibrante oración patriótica.

“La Patria y la Virgen del Carmelo nos conducen a la victoria; Ella es la honra de la Patria, la Soberana, Madre y Generala de las tropas que caminan a la Victoria”; este es el tema que desarrolla con sobria elocuencia.

Ya ha terminado la misa: la bandera esplendorosa como una novia, es llevada al altar que se ha levantado sobre la plaza: la Virgen va a recibir el homenaje filial del ejército entero y del pueblo.

El templo es pequeño para contener la ingente multitud que bulle y grita de cara al sol…

Al asomar la imagen con su cortejo real, las tropas le presentan armas y resuenan las músicas militares.

Avanza entonces el general San Martín y pone en la mano derecha de la Virgen la insignia de mando, el bastón de mariscal.

La muchedumbre aplaude y grita enloquecida. San Martín toma en seguida la bandera celeste de la Patria y a la orilla del tablado la agita hacia los cuatro costados y con voz estentórea dice: ¡Soldados, esta es la primera bandera que se ha levantado en América!… La bate tres veces y el pueblo responde: ¡Viva la Patria!

Rompen las bandas con himnos militares, suenan los tambores y la artillería saluda a la Generala con las salvas de ordenanza, veintiún cañonazos.

San Martín entrega la bandera al portaestandarte y los granaderos escoltan a la Virgen para que vuelva al templo.

LA JURA DE LA BANDERA.

Aquella tarde, la radiante bandera fue izada sobre el mástil en el campamento de Plumerillo. Honores a la bandera, ya bautizada para la Victoria, desfile de las tropas, llamada de oficiales y formación.

Preside el capitán general con sus generales y el ya famoso coronel Soler. Cuando el silencio domina en el recinto, dice: “Juro por mi honor y por la Patria defender y sostener con mi espada y con mi sangre,  la bandera que desde hoy cubre las armas del Ejército de los Andes”. Juran los oficiales y la tropa repite con un solo grito la misma fórmula sagrada.

Otra salva de 25 cañonazos termina la ceremonia.

San Martín saluda a las tropas con la espada y sin mover un músculo de su semblante severo, a pesar de que sus negras pupilas fulgen de emoción, deja el campamento escoltado por sus gallardos Granaderos.

UN PUEBLO QUE DESCONOCE, IGNORA Y OLVIDA SU HISTORIA, SU PASADO, SUS ANCESTROS, SUS COSTUMBRES, SUS PERSONAJES, SUS INSTITUCIONES, SU CULTURA Y SUS TRADICIONES, ES UN PUEBLO SIN ALMA, SIN IDENTIDAD, SIN COMPROMISO, SIN ARRAIGO, SIN PERTENENCIA Y SIN FUTURO…

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